La primera instalación está sobre las escaleras de entrada a la galería Travesía Cuatro en Ciudad de México. Anclada a la pared, una rama de castaño que representa a Luis Barragán despliega sus hojas y sus frutos intentando alcanzar a Lorca, que está ahí, a muy poca distancia, representado por las ramas de una higuera. Pero no se alcanzan, sus hojas no se llegan a tocar. El arquitecto y el poeta todavía no se conocen en esta parte de la exposición. Mientras esto sucede en las alturas, hay hojas caídas sobre el piso de las escaleras. Álvaro Urbano, el creador de esta instalación, las ha dejado ahí, como si el otoño las hubiera obligado a caer del árbol. Hay que tener cuidado de no pisarlas, pero tampoco mucho. No son tan delicadas como parecen.
—Son de metal— dice Claudia Llanza, directora de la galería.
—Sí, son de metal —repite mientras señala las hojas del castaño, que descansan con la punta hacia abajo como si estuvieran suspendidas del tronco de un árbol—, todo lo que ves está hecho de metal y pintura. Excepto las granadas, esas son de cemento.
La exposición Granada Granada, inaugurada en medio de la semana del arte de Ciudad de México a principios de febrero, fue un éxito para la galería y para Urbano, que expone en el país por primera vez. A sus 40 años, este artista nacido en Madrid y que reside en Berlín ha pasado por países como Noruega, Suiza, Bruselas, Nueva York, Colonia o Berlín. Más que exponer sus obras allí, utiliza el espacio que le ofrecen y la historia de la arquitectura del lugar para dar forma a su obra. Urbano estuvo en Ciudad de México para la presentación de sus instalaciones, que se vendieron en menos de una semana. Cada pareja de plantas costaba entre 60.000 y 70.000 dólares.
Quizás de forma intencionada, el artista se sirvió de un elemento tan tosco y rudo como el metal para trazar una historia que se desarrolla en las dos galerías de Travesía Cuatro en México, en la capital y en Guadalajara, en una casa diseñada por Luis Barragán. En los patios, las puertas y el jardín de aquella casa se puede percibir la influencia morisca de los viajes del arquitecto por Granada, cuando era apenas un joven de 22 años recién egresado de la universidad.
Los jardines de la Alhambra que encontró allí le inspiraron para el resto de su carrera: “Caminando por un estrecho y oscuro túnel de la Alhambra, se me entregó sereno, callado y solitario, el hermoso patio de los Mirtos de ese antiguo palacio. Contenía lo que debe contener un jardín bien logrado: nada menos que el universo entero”, dijo al recibir en 1980 el premio Pritzker, el más importante en el campo de la arquitectura.
En Granada también vivía el poeta en ciernes Federico García Lorca, que entonces tenía 25 años. Estuvieron en la misma ciudad el mismo verano de 1924, pero no existen registros de que se conocieran, aunque Barragán era un gran lector de los poemas de su coetáneo. Quizás el mexicano paseaba por las calles empedradas de Granada esperando una casualidad, un encuentro furtivo con el poeta al que había leído tan vorazmente.
Sea como sea, cuando Álvaro Urbano, con todo esto en la cabeza, encuentra la flor de granado en la Casa Jardín Ortega, diseñada por Barragán en Ciudad de México, la ficción de un encuentro entre los dos artistas surgió en su cabeza sin apenas resistencia. Además de que ambos vivían rodeados por el rumor constante de su supuesta homosexualidad. “La flor es la misma flor de granado que me encuentro en la Huerta de San Vicente, en la casa de García Lorca”, cuenta Urbano al otro lado del teléfono desde Berlín, donde vive con su pareja Petrit Halilaj, artista visual de origen kosovar.
“Mi objetivo era transformar a los dos personajes en esculturas botánicas, y que pudieran tener un diálogo entre ellas”, cuenta el artista. Los tipos de planta fueron sacados de los jardines de Barragán y los poemas de Lorca. En el primer piso, pétalos de flores y de metales esparcidos por el suelo señalan el camino a seguir. En concreto, 286 pétalos y 341 hojas que forman una obra aparte. La sala de la derecha está ocupada casi enteramente por otras dos plantas, una magnolia —del poema de Lorca Gacela del amor imprevisto: “Nadie comprendía el perfume, de la oscura magnolia de tu vientre”— y un granado de los jardines de Barragán.
En la repisa de la ventana descansa un libro, Jardins Enchantes, de Ferdinand Bac, que el arquitecto consiguió en París. “Después de Andalucía, Barragán viaja a París. Allí se encuentra con el autor y vuelve a México con siete copias del libro, que de alguna manera son el germen que da comienzo a la Escuela Tapatía”, cuenta Urbano. Esta forma de hacer arquitectura se caracterizaba por la adecuación a la climatología local y el gusto por patios, corredores y fuentes en jardines frondosos.
Bajo la ventana, dos plumas de paloma. “En el sur de España era muy común la expresión ‘eres más maricón que un palomo cojo’ para referirse a los homosexuales, porque los palomos cojos no pueden procrear”, explica Urbano. “Yo me quise apropiar de esa expresión y hacerla mía”. En la galería de Guadalajara está la instalación completa de la que surgen estas plumas. Dos palomos cojos sobre un suelo tradicional sacado de la Alhambra. “Uno está cojo y el otro está sin piernas”, cuenta el artista. “Y las plumas en la galería de Ciudad de México las puse imaginando que los dos palomos volaban a la capital y revoloteaban por el edificio”, asegura. La exposición de Guadalajara estará disponible hasta el 13 de mayo y la de Ciudad de México hasta el 22 de abril.
En otra de las salas, como si ya se hubieran encontrado en las calles de Granada, un jazmín y una costilla de Adán entrelazan sus ramas en una esquina. Y en la planta de arriba, coronando la exposición, una sala entera convertida en un rincón del dormitorio de García Lorca, con una réplica del balcón que tantos poemas le suscitó: “Si muero, dejad el balcón abierto”, escribió el poeta. Detrás del balcón, gracias a un mecanismo en el que estuvieron trabajando durante semanas, la lluvia cae sin parar. En el piso hay una granada de cemento partida a la mitad, una rosa marchita en una botella de vino, una corbata de metal extendida y una pajarita sin su nudo, como si la hubieran tirado ahí sin demasiado recato. “La pajarita es de Lorca y la corbata de Barragán”, informa Claudia en esta última sala de la exposición.
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